Es difícil
asimilar lo que le ocurre a la UD Las Palmas en esta segunda vuelta.
Increíble nos parece que, desde aquella victoria en el primer partido en
Valencia, no haya ganado fuera del Gran Canaria. ¡Increíble! Y se
aproxima el cierre de la temporada.
La plantilla
la componen veintitrés jugadores. Hombres (los elegidos en cada
partido) a los que se les presupone pundonor y espíritu competitivo,
porque no se puede entender otra cosa de quienes desempeñan el
trabajo que siempre soñaron tener desde chiquillos: jugar en la
Primera División del fútbol español, considerada la mejor liga del
mundo, y, a la par, bien remunerados.
El míster
les entrena, les transmite su idea del fútbol, insiste en la
consecución de la misma, acertando unas veces y errando en otras. A
ratos ejerce de sicólogo y a ratos de protector. Se equivoca
también, charla con ellos y les pide perdón. Todo parece situarse
dentro de lo normal, dado que se trata de relaciones humanas inmersas
en el deporte, aunque no debe ser fácil gestionar los egos de tantas
individualidades. Pero no se puede entender la indolencia de la
mayoría de estos jugadores manifiesta en los encuentros lejos de la
isla. Se siente vergüenza y frustración, para caer casi en el
desamor.
Al equipo de
nuestra tierra se le ha apoyado desde sus comienzos, observando sus
devenires desde el cariño, y siempre, a pesar del enfado, de los
desahogos en su contra (últimamente prodigados en las redes
sociales) se sigue estando a su lado. Se imagina al equipo como un
ente aparte, lejos de todo lo que le rodea desde dentro, incluso de
los jugadores de turno. Parece un ser vivo con alma que resulta
intocable, algo que se necesita proteger y cuidar, lavar y peinar,
vestirlo como si fuera un hijo, y es entonces cuando aparece el papel de la
afición.
De nuevo
con los pies en el suelo, se sigue sin comprender cómo un equipo que
sorprendió a propios y extraños con su jogo bonito, y
victorias en casa a lo largo de la primera vuelta, no muestra la
misma entrega para ganar fuera. Miles de aficionados han recorrido
esas carreteras de la península para verlo jugar, y el grito
posterior es unánime: “Hemos hecho el ridículo”.
El fútbol
es tan sorprendente que podríamos ver de aquí al final todo lo
contrario. Pero si en la mente de algunos se ha acomodado la idea de
la permanencia recientemente conseguida, lo dudo. La carne en el
asador se debe poner hasta el final, por profesionalidad y por prurito
personal.
¡Arriba
d'ellos!
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